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  • Lucas Ezequiel Bilyk

Dos príncipes y un ladrón.


Si bien Dios, el hacedor, nos creó con libre albedrío, este talismán no tiene el poder de conjurar el hechizo de estar sujetos a su control inagotable. Rendimos cuentas desde el Génesis.

Supongo que no será muy distinto con el autor de un libro y sus embriones hechos de celulosa. En verdad, la creatura literaria tiene mayor autonomía que la creatura humana: puede ocultarse del dramaturgo, aunque sea por un tiempo.

Eso le pasó a Tolkien. Cuando ponía su atención en el estudio de mapas antiguos y lenguas muertas, descuidó el tintero. El descuido no fue gratuito, porque se escurrió un personaje que cortó el cordón umbilical que lo unía a la torpe alquimia del escritor, escapando de su hado mezquino.

Me refiero a Boromir.

La misión original del príncipe de Gondor parece evidente: representar el barniz de realismo que requería la obra para que el lector común pudiera verse en el espejo, y personificar el orgullo tibio que no deja pasar la luz ni tampoco permite el imperio de las penumbras.

Tolkien, que todo lo pintaba con blanco y negro, necesitaba del color gris.

Boromir era hijo de un senescal o, lo que es lo mismo, de un alto servidor. Pero de un alto servidor que apoyaba su espalda en el trono de Gondor. Por eso aquel pretendía la corona con la fuerza del linaje que es fruto del azar y no de la sangre; la ambición lo aguijoneaba sin consumirlo. El anillo oscilaba cerca para despertar la codicia pero no tanto como para despertar la determinación, atributo de las almas cuyos nombres vigilan cenotafios.

La barca de Caronte ―Tolkien ya había pagado el boleto― lo esperaba para depositarlo en la antesala del infierno de Dante.

Sin embargo, la creatura trascendió su mediocre destino de papel.

Descubriendo que su estrella era el manuscrito de una deidad ajena, arrebató la pluma y trazó su propio final con la pálida caligrafía del rezagado. Él, que siempre había ambicionado las pegajosas prerrogativas del poder, proclamó entre estertores un soberano de ropas distintas a las suyas.

Él, que siempre había anhelado la autoridad, se reconoció vasallo antes de morir. Sería señor en un feudo donde no hubiera anillos ni ansiedades.

En algún punto, fue más grande que la Tierra Media. Incluso, al resultar un imponderable dentro un orbe donde, de tanto detalle, las partes eran más grandes que el todo, Boromir terminó siendo más grande que Tolkien.

Pienso que Segismundo, el príncipe proscrito, siguió un derrotero similar.

Calderón de la Barca lo había concebido como un sucedáneo de Hamlet: el heredero roído por justificados deseos de venganza y acechado por una desventura ancestral. Segismundo fue criado entre los tercos centímetros de su celda y los remisos barrotes de su alma. Y así, con el cuerpo limitado y el alma entumecida, tenía que expirar.

Su destino era el de cualquier reo: vislumbrar bellezas y sospechar amaneceres a través del resquicio por donde se colaría la muerte para asestarle el beso claudicante. Pero la oscuridad de la prisión ocultó menos su fisonomía que los mecanismos de su conciencia. Y el príncipe burlado se burló de Hamlet y de todos.

Una vez libre, se agachó, no para alzar la daga del suelo que le había arrojado desesperadamente Calderón de la Barca sino para alzar a sus enemigos. Y al redimirlos a ellos, redimió también a Esquilo y a Shakespeare.

Quizás existió, fuera de los estantes de la biblioteca, algún ser que ensayando un milagro menor fue capaz de desconcertar al cielo. Quizás hubo un átomo de voluntad que pudo eludir las invioladas redes que entretejen la providencia. O una mano que, a punto de ahogarse, maquilló el reguero de tinta divina que le deparaba innúmeros epílogos vulgares.

Si existió esa grieta minúscula en el abismo inmenso, tuvo que ser un ladrón. Un ladrón que la historia quería olvidar bajo un manto de aserrín y polvo, y que en la agonía sorprendió a los hombres y a Dios.

Quizás, no lo sé, hubo un imprevisto llamado Dimas.


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