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  • Matías Poccioni

El dolor de Cristo.


Cristo tenía verdadero dolor pues era verdadero hombre: dolor sensible, causado por una lesión corporal, y dolor espiritual o tristeza. Uno y otro fueron en la Pasión el más grande entre todos los dolores de la presente vida y esto por varias razones.

En primer lugar, por la causa de los dolores. La muerte de los crucificados era cruelísima, pues eran clavados en los miembros de más nervios y por lo tanto más sensibles: en las manos y en los pies; y el mismo peso del cuerpo pendiente aumentaba continuamente el dolor. A esto se añadía la prolongación del dolor, pues el crucificado no moría en un instante como los degollados. Por otro lado, el dolor espiritual causado principalmente por los pecados de los hombres, por cuya satisfacción padecía, y por la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para el hombre.

En segundo lugar, puede considerarse la grandeza del dolor por la capacidad sensible del que sufre. Pues bien, Cristo estaba dotado de un cuerpo perfectísimo y por esto poseyó una sensibilidad exquisita en el tacto, de cuya percepción se sigue el dolor. Pero también en su alma, con sus facultades internas, tenía sensibilidad exquisita y así percibió perfectamente todas las causas de tristeza.

Por último, Cristo tomó aquellos sufrimientos voluntariamente, para liberar del pecado a los hombres. Y, por eso, asumió todo el dolor que debiese asumir, en proporción a la grandeza del fruto que su Pasión iba a conseguir. Por consiguiente, considerando estas cosas resulta evidente que el dolor de Cristo en la cruz fue máximo1.

Por otro lado, Cristo padeció todos los géneros de sufrimiento. Pues padeció de los amigos, que le abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias declaradas contra Él; padeció en el honor, por las irrisiones y burlas que le infirieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por la tristeza, tedio y temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes. En cuanto a los miembros de su cuerpo, padeció en la cabeza, por la corona punzante de espinas; en las manos y pies, por los clavos que le atravesaron; en el rostro, por las bofetadas y salivazos; y en todo el cuerpo por los azotes. Padeció también en todos los sentidos del cuerpo: en el tacto, por los azotes y la crucifixión; en el gusto, por la hiel y el vinagre; en el olfato, por la hedor de los cadáveres existentes en dónde lo colgaron; en el oído, por las voces de los que lo blasfemaban y insultaban; y en la vista, viendo cómo lloraban su Madre y el discípulo amado.

Matías Poccioni

Asesor


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