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  • Antonella Nespola

Anclemos en el silencio.

Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba.

(SAN AGUSTÍN, Confesiones. IX)

Silencio. La ausencia de aquel folklórico y estrepitoso rumor que caracteriza las calles porteñas es lo que pude percibir esta mañana. Enciendo la tele y descubro que esta aparente calma se ha vuelto también un lugar común de las grandes urbes del mundo: Milán, Madrid, Nueva York... incluso la Ciudad Eterna se ha llamado a una perentoria quietud.


Un agente desconocido ha aparecido, el corona virus; este nuevo enemigo invisible que ha condenado a la humanidad entera a un imperioso letargo, que nos ha obligado a los hombres a un imprevisto silencio tras someternos a morar nuestro hogar.


Pero, ¿es acaso la ausencia de ruido sinónimo de silencio? Latente tras este apacible escenario cuarentenal, se esconde una amenazante tensión: lejos de producirse ese encuentro con lo más íntimo de cada uno, lejos de acallar el afuera, al verse coarcionada nuestra existencia exterior, la realidad virtual se transformó en su reemplazo. Cataratas de consejos, challenges, entretenimientos banales y un sinfín de bullicios más invadieron las redes sociales y los medios de comunicación demostrando cuan falaz se revelaba ese sigilo percibido por mis sentidos.


Absolutamente desconsolador resultó el advertir esta condición en la que también me vi subsumida. ¿Qué es esta sed de constante alboroto? Tal vez responde al ciego deseo de algo que se ha perdido, que el hombre no sabe identificar, pero se sabe – o se supo – poseedor de ello. O, más bien, es un sutílisimo tironeo hacia una plenitud que pareciera alguna vez haberse experimentado, pero que hoy se halla escondida detrás de las múltiples opciones que se presentan como ese falso gozo interior.


¿Es posible tener nostalgia de lo desconocido? La respuesta es que no. Así como en la caverna platónica, una muda añoranza por redescubrir esa interioridad olvidada, abrumada por un mundo de estruendos, donde el silencio se ha tornado en un compañero peligroso, es lo que en el fondo, paradógicamente, desvela esa necesidad constante de griterío, esa sed de ruido.


Es solo reencontrandonos con esa vida interior negada y evadida a través de las innumerables distracciones exteriores, que se nos ofrecen y se nos imponen hoy que podremos verdaderamente hallar la quietud. Es ese encuentro con el yo creaturalo que nos obliga a aceptarnos tal como somos y a entender cuán profunda es esa interioridad. Y es allí donde acontece la paradoja: ese silencio es luminosa palabra, es exceso, es misterio... es humanidad por Él redimida y sostenida.


Cae la noche y nuevamente impera... ¿el silencio? Ojalá que en este tiempo podamos morar nuestra interioridad para saciar esa nostalgia escondida en lo más hondo de nuestro ser. Que empecemos a buscar dentro y no fuera para poder así mudar en un hombre nuevo o, mejor dicho, recordar al hombre verdadero. Que podamos anclar en el silencio.

María Antonella Nespola

Miembro activo Dirección de Arte

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