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  • Pablo Grossi

Pañuelos para todes (Parte I)


En estos días se cumplió un mes de la histórica jornada en la que la Cámara de Senadores del Congreso argentino rechazó la media sanción que Diputados había dado a la ley que, de facto, habilitaba el aborto irrestricto hasta el noveno mes en el territorio nacional. Ley genocida. Grotesca, de tan carnicera: sí, siempre una ley de aborto es una injusticia criminal avalada por el Estado. Pero, más allá de su natural malicia, esta ley en particular era una exageración. Numerosos bioeticistas y juristas lo han analizado larga y extensamente. Botón de muestra: con un sistema sanitario desfinanciado y en decadencia, en el marco del cual los hospitales del interior del país —y a veces de la misma Capital Federal— no cuentan con infraestructura e insumos básicos, se amenazaba con penas severas —años de cárcel— a aquellos médicos y autoridades de hospitales que retrasaran las prácticas abortivas.

Decíamos que la jornada del 8 de agosto fue histórica y fue épica. El lobby abortista contaba con todas las de ganar: contaba con el aparato de la farándula —salvo honrosas y valientes excepciones— a su favor; apoyo (ejem, presión) político y económico de organismos internacionales —que mostraron un enorme atropello por la soberanía política argentina—; contaba con la acción mancomunada de todas las fuerzas políticas nacionales (empezando por el mismo jefe de gabinete de ministros de la Nación, hasta el mismísimo ministro de salud), las cuales dejaron de lado momentáneamente sus diferencias para hacer causa común en la legalización de la matanza de los niños por nacer; contaba con el grueso de las cátedras universitarias estatales, que tanto predican el pluralismo, el juicio crítico y la tolerancia, pero que en este caso se olvidaron de su monocorde prédica; contaba, en fin, con muchos años de trabajo por la “causa verde”... En definitiva, todo indicaba que el aborto sería ley este año. Pero no fue así, por una conjunción de circunstancias, digna de analizar en otra ocasión. Lo cierto es que tal derrota dejó con un sabor amargo a los partidarios del crimen prenatal.

Como católicos, sabemos que la Iglesia seguirá existiendo hasta el fin de los tiempos. En los postreros días, el Cuerpo Místico de Cristo se reducirá a su mínima expresión. Pero existir, existirá siempre. Ahora bien, haciendo un ejercicio de imaginación, es válido preguntarse; si la Iglesia dejara de existir, ¿a quién se le echaría la culpa de “todo-mal-que-ocurre-en-el-mundo”? Ciertamente, antes, durante y después del tratamiento de la ley de aborto, los partidarios de la causa verde apuntaron sus cañones y sus venenos a la Iglesia Católica. Efectivamente, numerosas agrupaciones de laicos, y luego el clero oficial, participaron de la campaña por la defensa de las 2 vidas (y por el consecuente rechazo de la ley). Pero hubo muchos otros organismos, de otras confesiones, y también acofensionales, que se manifestaron en contra de la ley, y nadie los atacó. No, al menos, con el mismo nivel de virulencia y ensañamiento institucional con los que se atacó a la Iglesia Católica. Llamativo, ¿no?

La “moda” de atacar al catolicismo tiene un origen teológico, data de la época de Cristo y se extiende hasta nuestros días: la prohibición del cristianismo primitivo por parte de las sinagogas, las persecuciones romanas, las invasiones de los bárbaros, el choque con el Islam, los enfrentamientos con los luteranos, las persecuciones de los “iluminados” del mal llamado siglo de las luces, los miles y miles de mártires que nos dieron las dictaduras y guerrillas comunistas, los católicos muertos causa de su fe en Auschwitz, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki —las dos ciudades con mayor cantidad de católicos del Japón— por parte de “los buenos de la guerra”... No debería sorprendernos que el resentimiento que generó el rechazo a la ley de aborto haya desembocado en una nueva campaña catolifóbica en nuestro país. Con pañuelito incluido y todo.

En apenas tres semanas se presentaron nueve proyectos de ley para “separar la Iglesia del Estado”. Provienen los más diversos partidos políticos. En un país agroexportador donde aún hay niños que mueren de hambre; que adolece de un déficit enorme en salud, vivienda y educación; en el cual Estado Nacional perdió el rumbo en materia económica hace ya una década; con inflación descontrolada, corridas cambiarias, problemas de empleo, recesión y caída del consumo, la inversión y el PBI; con un déficit fiscal enorme... las prioridades de nuestros legisladores van por otro lado. Repetimos: NUEVE proyectos, en tres semanas.

La Iglesia Católica y el Estado se encuentran, de facto, separados hace años. Un Estado confesional nunca hubiera permitido ni alentado el tratamiento de semejante ley. Tampoco hubiera sancionado una ley de “Educación Sexual Integral” que atenta, no ya contra la moral teológica, sino contra la mínima ética natural. Un Estado confesional reconoce como matrimonio solo a la unión natural del varón y la mujer. Un Estado verdaderamente confesional no pone a las leyes del mercado por encima de la vida de los habitantes, sino que promueve una economía basada en la dignidad de la persona humana. Tampoco se vale de las instituciones públicas para adulterar la historia nacional. Señores, la Iglesia y el Estado se han separado hace mucho tiempo. La nueva avanzada va por otro lado.

(continuará)

Pablo Grossi

SITA Argentina

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