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  • Juan Ignacio Fernández Ruiz

Asombro: origen del filosofar


En principio debemos decir que si se habla de asombro entonces solo esto es posible si se reconocen, implícitamente al menos, dos supuestos fundamentales. Uno, podríamos decir, metafísico, y, otro, antropológico.

El primero consiste en reconocer al mundo como creado por Dios. Solo podemos asombrarnos si delante nuestro tenemos una realidad asombrosa, es decir, cargada de sentido, de un mensaje que se nos quiere transmitir. Mensaje que ha sido fruto de haber sido pre-pensada y pre-amada por el Creador. Así, cada creatura, por más pequeña que sea, es fuente inagotable de asombro.

El segundo supuesto consiste en afirmar, en primer lugar, la existencia de una capacidad intelectual en el hombre. En efecto, si hay asombro, entonces hay alguien que se asombra, que es capaz de asombrarse. Y este es aquel que tiene en sí una capacidad para abrirse y recibir el infinito mensaje de las cosas. Y, en segundo lugar, la necesidad del ocio como condición del filosofar. El asombro y la actividad filosófica pueden tener lugar cuando realizo un paréntesis en la ordinaria vida de negocio y me dispongo en una consideración especulativa de las cosas. Cuando dejo que mi inteligencia se encuentre con la realidad.

El asombro y la filosofía

Ahora bien, teniendo esto en cuenta nos resultará fácil ver cómo el asombro puede ser origen de un auténtico filosofar, cómo en la esencia de la actitud filosófica está el asombro que anima la vida especulativa. Efectivamente, cuando se produce el asombro, la realidad mueve a mi inteligencia de una manera extraordinaria, la sacude y la desplaza del lugar de donde cotidianamente se encuentra. En un momento dado algo de las cosas llama mi atención y me arrebata de todo lo que la rodea. Y yo no quiero más que penetrar aquella cosa extraordinaria que me admira (por eso el asombro es principalmente intelectual y no sensitivo). Esto despierta o produce en uno, por un lado, la conciencia de nuestra propia ignorancia y, por otro, lo que Santo Tomás llama desiderium sciendi, “deseo de saber” (distinto a nuestro deseo innato de saber).

“Deseo” quiere decir apetito, tendencia: el asombro no es solo una experiencia intelectual, sino también amorosa. Cuando conozco, poseo la cosa; cuando amo, soy poseído por ella; y en el asombro sucede esto último: voy yo a la cosa. Luego se produce el movimiento inverso: traigo la cosa hacia mí para expresar ese contacto con la realidad, para hacer inteligible esa experiencia de amor. Y este movimiento es nuevamente alimentado por el anterior. La filosofía es este constante diálogo entre yo y las cosas, un diálogo de conocimiento y amor.

“Saber” es “conocimiento cierto por las causas”. El asombro me lleva a la pregunta por las causas de que la realidad sea como se me presenta. Santo Tomás distingue las causas próximas al efecto de las causas primeras (en el ser), que a su vez son las últimas (en el conocer). El asombro es de las causas primeras o, mejor dicho, de LA causa primera. Así, el asombro y la filosofía conducen en último término a Dios; una filosofía que no lleve a Dios no es filosofía. De ahí que la filosofía haya recibido este nombre: filo-sofía: amor a la sabiduría. Tendencia a saber, no sabiduría ya alcanzada, lo cual sería conocer totalmente la cosa, lo cual sólo es posible para el mismo Dios que la hizo. La posesión de la sabiduría era ya para Aristóteles algo propio sólo de Dios (Metaphysica I, 2).

Juan Ignacio Fernández Ruiz

Director de la Comisión de Filosofía de la SITA Joven

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