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  • Pablo Grossi

Pañuelos para todes (Parte II)


Digamos algo sobre el eslogan “Iglesia y Estado, asunto separado". El primer motivo por el cual el Estado debería subordinarse a la fe es por justicia para con Dios, Nuestro Señor. La religiosidad no es un “favor a Dios”, sino que es parte de la virtud de la justicia. Por otro lado, Santo Tomás nos habla de la analogía del Bien Común. El máximo bien al que se puede aspirar es la salvación del alma. De este supremo analogado se desprenden los demás. El Estado es el organismo encargado de garantizar las condiciones para la consecución del bien común natural. Nada de lo que el Estado haga debería atentar contra la salvación de las almas. La sociabilidad del ser humano, de la cual brota su dimensión política, es algo natural: todos tendemos a buscar un bien de naturaleza tal que sólo podemos alcanzar en comunión con los demás. Está en nuestra naturaleza el asociarnos a los otros. Por tanto, la sociabilidad y la política son queridas por Dios. De ninguna manera pueden ir contra Él.

En segundo lugar, nuestro país nació siendo católico. Numerosos personajes protagonistas y progenitores de nuestra patria dieron testimonio público de una fe comprometida —Hernandarias, Don Cornelio Saavedra, el Padre Manuel Alberti, Manuel Belgrano, José de San Martín, Martín Miguel de Güemes, Juan Manuel de Rosas, y podríamos seguir—. Así también lo prueban los nombres originales de las provincias y ciudades del territorio nacional. El estilo de vida de nuestro país del siglo XIX era marcadamente cristiano: las leyes, las costumbres, las instituciones... todo giraba en torno a la fe. Las avanzadas anticlericales de aquellos días, y también la de los nuestros, no nacen de “las bases”, del pueblo. Son producto de las elites extranjerizantes y seudointelectuales que reniegan de nuestros orígenes y de nuestro ser nacional.

¿Y qué es lo que proponen? Veamos: ante todo, borrar el origen cristiano de nuestro país, arrancando símbolos y nombres religiosos de lo público. ¡Como si así borraran el pasado! ¡Como si la Iglesia no hubiera sido la fundadora de colegios, universidades, hospitales y juzgados! Por otro lado, se ha hablado —mucho y mal— del tan escandaloso “sueldo de los obispos”. Este surge de un resarcimiento histórico por los bienes que el Estado robó a la Iglesia —en una de estas primeras avanzadas—, y representa un gasto ínfimo si se consideran los verdaderos despilfarros del Estado. Pero la cosa no termina allí: algunos de estos proyectos pretenden retirar los fondos a Caritas, los subsidios a las escuelas católicas y a los comedores parroquiales. Ya no se trata solamente de odio a la Iglesia. Se trata de un enorme daño a la gente —principalmente, niños y pobres— que se ve beneficiada por las obras de Caridad de la Iglesia.

El caso de los colegios católicos viene siendo discutido hace décadas. Existe un único motivo por el cual no se avanzó aún en este campo: el aparato educativo estatal ya es demasiado ineficiente. El subsidio del Estado solo paga —total o parcialmente— el sueldo de los docentes. Nada más. Sin ese dinero, las cuotas de los colegios subvencionados se dispararía de manera tal que las escuelas de gestión estatal deberían recibir centenas de miles de alumnos que abandonarían la educación privada. Esos aportes que el Estado hace a los colegios católicos sólo cubre una parte mínima (menos de un % 10) de los colegios que habría que construir para “atajar” esa cantidad de alumnos —pensemos que, al día de hoy, faltan vacantes en escuelas estatales—. Pero se nos escapa un detalle más: el Estado debería pagarle el sueldo a todos los docentes que comenzarían a trabajar en los nuevos colegios estatales. ¿De dónde saldrían esos fondos? Una pista: el sueldo de los obispos solo cubriría el sueldo una cuarta parte del cuerpo docente. Quizás haya que buscar por otro lado... Como fuere, el retiro de las subvenciones a los colegios católicos lo único que provocaría es un colapso aún mayor en el ya deficitario sistema educativo estatal. Respecto del caso de Caritas y de los comedores parroquiales no hay mucho que acotar. Un pedazo de la población que se encuentra en la pobreza pasaría a ser indigente.

El odio a la Iglesia no es algo nuevo. Los odiadores, en su afán de originalidad, reciclan viejos eslóganes y prácticas. Se vulneran los derechos de Dios, nuestro Señor, de los compatriotas más desfavorecidos y se pisotean los orígenes históricos de nuestra cultura nacional.

Pablo Grossi

SITA Argentina

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