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  • Matías Poccioni

El país de la grieta


No hay mejor táctica para destruir al enemigo que provocar su división interna. Cuando una taza cae al suelo y se parte, inmediatamente deja de ser taza. Separa la raíz del tronco de un árbol y habrás terminado con él. Divide a tu perro en dos y lejos de multiplicarlo lo habrás exterminado. Incluso la muerte en el hombre no es otra cosa que la separación del alma del cuerpo. Si la mayor fortaleza de todo ente es su unidad, entonces la sentencia es indiscutiblemente cierta: divide y reinarás.

Esto sucede porque la vida de todos los seres está de tal modo desposada con su unidad que la división en ellos no es sino manifestación de su muerte. Como lo dijo Santo Tomás, todas las cosas anhelan tanto su unidad como desean seguir siendo, y por eso se resisten a ser divididas, separándose sólo cuando están heridas. A mayor unidad mayor perfección, por eso, cuando nos sentimos mal, nos experimentamos partidos, divididos, quebrados. Basta recordar lo contrariados que estamos cuando afectiva o sensiblemente queremos algo que la razón nos señala como malo y entonces sufrimos intensamente el desagarro de la división en nuestra alma. Es entonces el hombre virtuoso el que logra la unidad de sus potencias, convirtiéndose en “madera de una sola pieza”.

Pero este principio no sólo es aplicable a los individuos, sino también a las realidades comunitarias. Te guste o no, ellas también existen y anhelan la unidad, no de un modo absoluto que destruya la particularidad de sus miembros, sino como una sinfonía de distintas voces unidas es una melodía armónica. ¿Quieres matar a una familia? Divídela, separa a los padres, crea indiferencia en los hijos, rompe sus comunicaciones. Se dice que un equipo de fútbol juega mejor cuando es un equipo “corto”, sus líneas no están partidas y entonces los defensores y mediocampistas se conectan con facilidad con los delanteros, atacando y defendiendo juntos. Cualquier club está destinado a perecer cuando todos olvidan que fue un objetivo común —y no una sumatoria de intereses individuales— lo que forjó su fundación. Del mismo modo, una ciudad o un país quedarán a merced de sus enemigos cuando las peleas internas le ganen a la unidad original.

En nuestro país, la Argentina, desde hace algunos años la conflictividad social es tan grande que hoy se habla con naturalidad de “la grieta”. Políticos, empresarios, sindicalistas, periodistas y referentes sociales no sólo han olvidado el arte del consenso, sino que hacen del conflicto el pan de cada día, llegando muchos a apostar por un país fraccionado en beneficio de sus objetivos particulares. La Argentina de la grieta es un país dividido, quebrado en sus vínculos más profundos, incapaz de alcanzar el bien común, fin de la comunidad política y columna vertebral de la unidad nacional. Es en este contexto crítico donde la sabiduría de Santo Tomás alcanza una vigencia increíble para nuestra patria: “siendo el bien y la salud de la sociedad la conservación de su unidad, que es la paz, sin la cual desaparece la utilidad de la vida social, y que siendo la disensión tan perjudicial a la misma sociedad, lo que debe intentar ante todo el superior de la sociedad es procurar la unidad de la paz” (Acerca del régimen del príncipe, I, 3, 12).

Dice el santo que no sólo es dañino vivir así, sino que hasta se volvería insoportable para sus miembros convivir en una sociedad disgregada. Por eso exhorta a todos, y de modo especial a los gobernantes, a preservar la amistad social: “a esto debe aplicarse el jefe de la sociedad por encima de lo demás: a procurar la unidad que produce la paz. Sería un error por su parte deliberar si debe hacer la paz en la sociedad que se le somete; error semejante al de un médico que se pregunte si debe curar a un enfermo confiado a sus cuidados. Pues nadie debe deliberar sobre el fin que debe perseguir, sino sobre los medios que conducen a ese fin” (Ídem).

Es cierto que somos hijos de una historia marcada por fuertes fracturas y antagonismos, exacerbada en los últimos años por las ideologías del conflicto. Pero abandonar toda la rica herencia que nos une y renunciar al destino común que nos convoca, enceguecidos por la voracidad de la grieta, significaría firmar la partida de defunción de la Argentina. Somos conscientes de que está en juego la vida de la patria, pues —como ya dijimos— perder la unidad es perder el ser, es perderlo todo. Llegó entonces el tiempo de luchar con tenacidad por el país de la concordia y la amistad social, para sanar la grieta y que no se cumplan entonces en nosotros las palabras del Señor: “Todo reino dividido contra sí mismo quedará asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir” (Mt 12,15).

Matías Poccioni

Seminarista de FASTA

Encargado de Formación de la comisión de Política y Derecho

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