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  • Juan Ignacio Rodríguez Barnés

Persona: cima y horizonte


Al hablar con un amigo o con un simple conocido percibimos que el otro tiene un valor especial, distinto al de las demás cosas que tenemos alrededor. Todos nosotros podríamos aceptar que un animal muriera para que otros vivan. Tampoco habría mucho problema en que un par de cometas, asteroides o galaxias fueran destruidos con tal de conservar un pequeño planeta donde, supongamos, hubiera vida animal. Ahora bien, ¿qué precio le pondríamos a la vida de un hombre? Cuando nos detenemos delante de un prójimo, cualquiera sea, encontramos en él un valor superior al de todas las demás cosas de la naturaleza. Este “precio especial” es lo que llamamos dignidad de la persona humana.

Podríamos preguntarle a santo Tomás: ¿por qué un solo hombre vale más que el resto del universo? Pero, él a su vez nos preguntaría: ¿qué es el hombre? Cualquier persona tiene una inteligencia capaz de conocer la verdad y una voluntad capaz de amar el bien, es decir, tiene espíritu. Esta capacidad supera por completo las posibilidades de la mayor de las galaxias, es más asombrosa que cualquier sistema orgánico. En el hombre, aflora el espíritu, él puede más de lo que su cuerpo le determina. Las demás cosas están —por así decirlo— atrapadas en su materialidad, pero el hombre puede trascenderla. Este poderoso espíritu está íntimamente unido a un cuerpo, algo maravilloso que manifiesta la perfección de la creación. Es una unión tan profunda que cuerpo y alma, siendo distintos, son una sola cosa: una persona.

Cuando Santo Tomas dice que el hombre es como un horizonte entre lo corpóreo y lo incorpóreo, se refiere a que está en el límite entre ambos. Somos semejantes a todo lo material, pues, nos afecta la gravedad, nos golpeamos, tenemos sistemas de órganos que nos permiten vivir, vemos, olemos y tenemos sentimientos. Sin embargo, nada de esto nos define totalmente, nada de esto es lo más propio nuestro. En nuestro espíritu somos semejantes a los ángeles, podemos entender y amar, ciertamente no a su modo, pero podemos, lo cual nos asemeja también a Dios. En fin, no somos una más de las cosas que vemos y tocamos, pero tampoco somos ángeles que viven fuera de esta realidad. No; este es el mundo real, nuestro mundo es el mundo que nos rodea, y nosotros somos su cima, lo más valioso que hay en él. Más aun, lo trascendemos, pues el alma permanece luego de acontecida la muerte del cuerpo. De aquí, el gran valor que vos tenés, que yo tengo, y que cada hombre tiene.

Reflexionando sobre estas cosas, podemos acercarnos un poquito más al misterio del hombre. Él ocupa un lugar especialísimo en la totalidad de la creación y de este singular puesto se deriva su especial dignidad.

Juan Ignacio Rodríguez Barnés

Seminarista de FASTA

Comisión de Teología

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