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  • Joaquín González Zapiola

¿Verdad de la razón o verdad de la fe?


En el ámbito de la filosofía, el tema de la verdad es uno de los más interesantes, así como uno de los más discutidos. Durante toda la historia del hombre ha habido distintas posiciones. Sin ser muy específicos y detallistas, podemos decir que unos aceptaban la posibilidad de conocer la verdad y que era posible alcanzarla; otros preferían simplemente decir que, aun cuando pudiese existir, jamás se encontraría; y, finalmente, un último grupo desconfiaba de todo y prefería no admitir nada como verdadero, pero tampoco como falso. Todas estas posiciones tienen sus consecuencias, más aún cuando se vive practicando lo que se dice. Por eso es conveniente dar en el clavo, ya que asumir una posición intelectual debería llevar a completarla con las obras.

En materia de fe también hay una gran consideración por la verdad. Diría que es uno de los temas top en importancia. Santo Tomás nos presenta una acertada aclaración en el capítulo cuarto del libro primero de su Suma contra los Gentiles. Aquí se refiere a las verdades que revela Dios, y por qué conviene al hombre creer una verdad revelada que además es accesible a la razón.

Recapitulando y resumiendo un poco, nos podemos encontrar dos clases de verdades reveladas: las conocidas sólo por revelación, por una parte; y, por otra, las que también pueden ser conocidas o descubiertas por la razón. Las primeras son aquellas que el hombre no puede alcanzar sino sólo con un auxilio divino. La capacidad intelectual del hombre escapa a la inmensidad de esas verdades y es por ello que requiere ayuda. Ejemplos de este tipo pueden ser: la Santísima Trinidad, la Encarnación, etc. Las segundas pueden ser alcanzadas con el esfuerzo de la razón del hombre. El hombre puede llegar a este tipo de verdades por sí solo en un proceso de reflexión y estudio, ya que goza de las potencias requeridas para estas operaciones. Por ejemplo: la existencia de un Creador. Ahora bien, respecto de estas últimas surgen algunas preguntas: ¿Por qué habría que creer algo que puede ser alcanzado mediante la potencia intelectual? ¿Para qué se me propondría creer algo si puedo entenderlo y obtenerlo con la mano de la razón? ¿Cuál es el sentido de revelar algo que puede ser descubierto? Aquí entra en juego el tema de la conveniencia.

Según entiende Santo Tomas, en el caso de que no hubiera habido Revelación y se abandonase al hombre al esfuerzo de su sola razón para descubrir estas verdades que le son accesibles, se seguirían por lo menos tres problemas. El primero es que muy pocos hombres conocerían a Dios: ya porque se dediquen a otras cosas en vez de a la investigación y no tengan el tiempo necesario para hacer ambas; ya porque el requerimiento de estudio para alcanzar estas verdades resulte siendo tal que muchos lo dejen por pereza o cansancio. El segundo problema sería que los afortunados en alcanzar la verdad buscada tardarían mucho, y recién la conseguirían luego de mucho esfuerzo y dificultad. La realidad es que, para entrar de lleno en cuestiones profundas de filosofía y teología se requiere recorrer y abarcar varios temas antes de poder empezar a hilar fino, y esto demanda energía y tiempo, cosa que no muchos están dispuestos a entregar por el solo amor a la verdad. El tercer y último problema que podría aparecer es la confusión y los errores que se pueden cometer en la investigación. Por ello era necesario presentar a los hombres una certeza de fe, y que con ella no se yerre. La bondad de Dios también alcanza a estas cuestiones —racionales— que alguno podría considerar no tan sublimes como otras, pero Él nunca se deja ganar en generosidad.

Por último, pero no menos importante, hay que tener siempre presente que las verdades de fe y las de razón no se contradicen ni se excluyen, sino más bien que se complementan. La verdad también puede presentarse en diferentes modos y estructuras, pero siempre será verdad. La realidad es tan vasta que puede ser vista con ojos de fe y ojos de razón, pero siempre en comunión. Espero se entienda este punto. Finalmente, te invito a leer el pasaje Juan 8, 31-32, que expresa más que todo lo que se pudo escribir aquí.

Joaquín González Zapiola

Comisión de Filosofía

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